El síntoma es un lenguaje

Dedicado a Nora Drobny por su comentario del artículo “No ser suficiente” que dio origen a la siguiente reflexión:

Un breve recorrido en el tiempo.

Si tuviese que elegir una de las principales innovaciones teóricas de Freud en su época (recordemos principios del S.XX) y la que fue el punto de partida para concepciones mucho más elaboradas del aparato psíquico y el desarrollo de una teoría general metapsicológica, pensaría que fue la de entender que el síntoma es un lenguaje, es decir, nos quiere decir algo. Parece simple para estos tiempos donde escuchamos hablar de lo “psicosomático” con naturalidad, pero en su momento constituyó un cambio de paradigma, ya que los síntomas (malestar psíquico-físico manifiesto) tenían una causa orgánica, la otra alternativa era que estabas “loco” o eras una suerte de mentiroso para llamar la atención, o peor aún: englobaban todo esto bajo el término “histeria” y te podían internar por varios años. Esa causa había que combatirla mediante medicinas o mediante tratamientos diversos, pero nadie hasta Freud* se le ocurrió pensar que ese síntoma podría ser el desplazamiento de un afecto que el sujeto desaloja de su consciencia por intolerable, y su inconsciente, que busca descarga siempre, intenta abrirse paso mediante la elaboración de un compromiso: un síntoma. El resto es historia.

Sin embargo, pasaron más de cien años y aunque el psicoanálisis sea parte de la cultura, todavía es difícil entender el síntoma como un mensaje. Porque es molesto, son esas manifestaciones de incertidumbre, es ansiedad, insomnio, es aceptación, dolor, angustia y límite, además es un lenguaje que requiere de un intérprete objetivo y neutral, y de tiempo, porque se parecen más a los pictogramas o jeroglíficos, suelen ser símbolos que condensan varios afectos. Cada persona carga con un código único y personal que se conformó en la constelación de su herencia, su historia, sus impresiones, recuerdos, anhelos y todo el universo que es un ser.

Cuando se comenzó, en los primeros tiempos de Freud, con lo que primero se llamó “cura por la palabra” o “abreacción”, la terapia funcionaba como descarga de tensión psíquica vía el lenguaje y la asociación libre, se cuestionaba a una sociedad victoriana que tenía mucho de normativo, y no daba lugar a las expresiones íntimas. Ahora parecemos estar en su anverso, no hay intimidad, el imperativo es mostrarlo todo, pero especialmente mostrar que estamos bien, y ocultando nuevamente como antaño, los síntomas. Sin embargo, el valor del síntoma es el mismo, y si aprendemos a leerlo, o a hacernos un poco aliados, tiene el poder de cambiar una vida. Porque está ahí para decirnos que algo no está bien (como la fiebre), que nuestra vida no es tan nuestra como creíamos, y que “atravesar la angustia es parte del vértigo de la libertad”*(2).

Por supuesto no es simple la decisión de querer indagar que hay detrás de un sufrimiento, hay muchas variables que pueden condicionar a un sujeto, como ambientes muy rígidos o modos de crianza restrictivos, de todas maneras, soy de la idea, similar a la de V. Frankl, de que la vida nos cuestiona constantemente, es decir, nuestros actos son la respuesta a la pregunta que nos hace la vida en cada situación, y nuestra forma de actuar es también una forma de comunicar, y de dar significado. Quiero decir con esto que hasta el último instante una vida puede responder por su historia. Incluso simplemente abriendo una hermética historia familiar:

Adjunto breve caso a modo de viñeta clínica: familia de tres generaciones de clase media de estilo aglutinado con una tendencia a la violencia que permanece tapada o disfrazada, todos cómplices o todos naturalizados, parte del ambiente familiar, sin embargo las generaciones nuevas lidian con un síntoma nuevo, un cierto malestar, algunos caen en la repetición otros no entienden de donde puede venir el problema, porque muchos de los secretos están guardados, y algunos hasta fueron desmentidos y borrados, sacados de la realidad. En ese contexto, alguien cuenta algo, algo incompleto, algo con que empezar a armar un rompecabezas, una duda, un cuestionamiento a la ley. Eso que puede ser atravesar un muro invisible muy complejo puede devenir en la posibilidad de elaboración en las generaciones nuevas, porque no hubiese sido posible tramitar lo impensable.

 

Distancia óptima.

 

¿Cuál es la distancia justa que nos permite vivir una vida y a la vez hacernos cargo de las huellas de nuestra historia y las que no fueron tramitadas en generaciones pasadas y que incluso nos llegan en forma de sueños o patrones de conducta inexplicables?

 

Creo que en esta época primero hay que amigarse con el silencio interno, luego con el tiempo, pensar que los cambios profundos son los duraderos, sino no habría forma de hacer un cambio auténtico, sería una vida de atajos que nos llevan al mismo punto de partida. Un cambio trabaja desde lo profundo, como las placas tectónicas de la tierra que se mueven lento pero que sus cambios permanecen y son el sustrato de nuestros días en la tierra. Siempre nuestro norte es el bienestar, el síntoma aunque nos haga sentir temor, está para acercarnos a nuestro yo más pleno, ahora hay que ver si podemos cargar con nuestro éxito. Y dejo para el próximo miércoles el tema con que cierra este escrito: “los que fracasan al triunfar”.

 

*y sus colaboradores, Charcot en Francia que probó la hipnosis y el trabajo conjunto con Breuer y otros.

*(2) Kierkegaard.

Anterior
Anterior

Las formas del bienestar

Siguiente
Siguiente

No ser suficientes